Manifestaciones opositoras tan multitudinarias como la que se celebró en todas las grandes ciudades del país aquel 13 de septiembre son frecuentes no solo en los habitualmente caóticos países islámicos, sino también en los Estados Unidos, España, Italia, Francia y muchas otras partes del mundo. Suelen ser impresionantes, pero los gobiernos democráticos saben que por lo común son meramente testimoniales, ya que en última instancia cuentan mucho más los votos y lo que sucede en el marco institucional. Pero la Argentina es diferente. Aunque no es una dictadura, los comprometidos con el gobierno de Cristina se aferran a ideas y valores que serían más apropiados para los líderes de un movimiento totalitario que para miembros de un partido dispuesto a respetar los límites previstos por la constitución imperante. Y, como tantos totalitarios de triste memoria, creen que quienes controlan el “relato” terminarán adueñándose de todo lo demás, de ahí la ofensiva contra los medios periodísticos que se niegan a darles el apoyo incondicional que exigen.
Puede entenderse, pues, el desconcierto que sintieron los kirchneristas cuando centenares de miles de personas, pertrechadas de cacerolas y otros utensilios, salieron de sus hogares para protestar contra la prepotencia oficial, la corrupción impúdica, la fatuidad de las arengas machaconas casi diarias de Cristina, la noción de que todos deberían temerle “un poquito”, la amenaza de la re-re, la transformación de la AFIP en una unidad policíaca dedicada a la caza de disidentes, la indiferencia aparente del gobierno ante la inseguridad ciudadana y, desde luego, la ineptitud alarmante de los encargados de manejar la economía.
Lo que vieron los oficialistas aquella noche fue el nacimiento de otro relato, uno que, andando el tiempo, podría resultar ser mucho más convincente, y más popular, que el cuento que los kirchneristas han confeccionado en base a una mezcolanza rara de ingredientes aportados por tiras cómicas, veteranos de la guerrilla neofascista de los años setenta del siglo pasado, ex marxistas que a pesar de todo aún sienten nostalgia por genocidas como Stalin y Mao, historiadores revisionistas, académicos europeos, chavistas y progres despistados.
El nuevo relato, el que están escribiendo millones de argentinos que, a diferencia de tantos amigos recién enriquecidos de la causa cristinista, no tienen el menor interés en visitar Miami (una ciudad que, acaso injustamente, a ojos de muchos latinoamericanos simboliza la vulgaridad consumista), es muy distinto del propagado por los esforzados comunicadores oficiales. Si bien es menos ampuloso que el gubernamental, a su manera es épico; lo protagoniza un héroe colectivo, el pueblo que, bien o mal vestido, se ha puesto de pie para gritar No a los abusos del poder, a la rapacidad sistemática, a la hipocresía de los oportunistas congénitos que siempre abundan, a la negativa de los kirchneristas a respetar los derechos ajenos, al desprecio por quienes no se entusiasman por la versión oficial de turno y a la obsecuencia de la que hacen gala los aduladores seriales. Lo que quiere este pueblo es que la Argentina sea un país “normal” que se destaque por algo más que las extravagancias de sus gobernantes, un país en las instituciones políticas funcionen como es debido.